miércoles, 18 de marzo de 2009

EL CULTO QUE LE AGRADA A DIOS

Adoremos al Padre en Espíritu y en verdad.

Construyamos el templo sobre la base del amor fraterno.






“Destruyan este templo y en tres días lo volveré
a levantar”

Jn. 2,19




Jesús, como buen judío que era, va a Jerusalén para celebrar la pascua judía que celebraban anualmente para hacer memoria agradecida de la gran gesta liberadora del éxodo. El pueblo oprimido había sido liberado de la esclavitud egipcia, liderado por el gran caudillo Moisés a quien le correspondió, enviado por Dios, encabezar dicha gesta liberadora.

Pues bien, el texto de este domingo recién pasado, nos dice que entrando Jesús en el Templo, para celebrar la pascua, se encuentra con un espectáculo de talla mayor. Una fiesta que debía ser oportunidad para alabar y agradecer a Dios, se había transformado en una oportunidad para hacer negocios y abusar de los peregrinos. Un lugar (el templo), lugar propio y único donde habitaba Dios, se había transformado en un lugar de transacciones comerciales. Se había profanado el templo. Se había distorsionado el sentido de dicha fiesta. Se había desvirtuado todo, había que remediar este fenómeno y darle una orientación distinta a estos excesos en los cuales se había caído.

Y Jesús lo hace de manera radical. Expulsa del Templo a todos los vendedores y comerciantes. Les enrostra su actitud mercantilista a los que cambiaban dinero para ofrecer en el Templo. En definitiva, haciéndose un látigo de cuerdas, el Señor quiere poner las cosas en su justo lugar y volver a rescatar el verdadero sentido que ha de tener la relación con Dios. Y, además, de hacer este gesto profético (que no se encuentra en algún otro lugar de los evangelios, sobre todo en su grado de fuerza y decisión), Jesús hace un viraje sustancial situando la presencia de Dios ya no en el mismo Templo de Jerusalén, en lo meramente material, sino en su propio Cuerpo. Jesús es ahora el “templo verdadero”, El es el rostro verdadero del Padre Dios a quien nadie ha podido ver ni tocar.

De esta manera, con Jesús, los cristianos no situamos la presencia de Dios en un lugar específico de manera especial. Si bien es cierto necesitamos de iglesias, catedrales, capillas, para celebrar nuestra fe, es también cierto que a Dios se le alaba en espíritu y en verdad. De ahí que, en un sentido, Dios “no necesita” que le construyamos templos para adorarlo, sino que nuestra adoración y alabanza se sitúa en nuestro mismo ser, con nuestro corazón, con lo que somos, con lo que anhelamos y con la pobreza de nuestro propio ser. El verdadero templo es el que construimos cada vez en el seno de la Comunidad. Ahí está o no está Dios. En la Comunidad y en cada persona.

El culto que le agrada a Dios es aquel que está construido sobre la roca de la justicia, del amor y de la contrición del corazón. No rasguen vestiduras, sino el corazón, nos recordaba el profeta Joel al comenzar la Cuaresma en la liturgia del miércoles de ceniza.

Para el mundo cristiano, el dilema del Antiguo Testamento, profano-sagrado, no existe. Profano, sería todo lo que se da en el mundo, sagrado sería el templo y todo lo que se realiza en torno a él. Ahora no, el binomio verdadero es culto y justicia social. Por eso que con propiedad cantamos cada vez: “Señor, ¿quién entrará en tu santuario para alabar? El de manos limpias, de corazón puro, que no es vanidoso y que sabe amar”.

El culto verdadero se hace con todo el ser y con nuestra historia. Cuando éste se transforma en un negocio, en la vivencia de una espiritualidad a-histórica, añeja, rutinaria y expresión de una relación con Dios más bien capitalista de la “oferta y la demanda” “tanto te pido, tanto te doy”, se torna obsoleta e impropia.

Entonces Jesús con justa razón, derribará todo y nos interpelará para hacer de nuevo nuestra espiritualidad y la vivencia sincera del culto que Dios se merece.



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