miércoles, 23 de junio de 2010

TOMANDOLE EL PULSO A NUESTRA FE




"Pero ustedes, les preguntó,
¿quién dicen que soy Yo?


Lc. 9,20



Esta pregunta de Jesús, hecha a sus discípulos mientras oraba y se prepara para subir a Jerusalén donde será crucificado, la han respondido muchos hombres y mujeres a lo largo de estos dos mil años.

Me imagino a un Pablo, un Agustín, una Sta. Teresa de Avila, un San Francisco, un Alberto Hurtado, una Teresa de Calcuta, un Obispo Romero, respondiendo esta acuciosa pregunta desde su particular situación de vida.

La han respondido hombres y mujeres sencillos, indígenas, obreros, artistas, intelectuales, miles de comunidades de base, obispos, sacerdotes y religiosas. Muchos laicos y laicas que a lo largo de nuestra historia se encontraron a quemarropa con esta pregunta y fueron obligados a responder desde su propia experiencia de vida.

Hoy te toca responder a ti.
Desde nuestra particular situación de vida, Jesús nos interpela y sale al encuentro de nuestra fe para que la podamos descifrar con mayor profundidad y generemos una suerte de introspección de aquello que creemos e intentamos vivir.

Ya no vale ser cristiano de “memoria” o por “costumbre” o por “tradición”. Ya se hace insostenible una fe espúria, anquilosada, pegada en algunas fórmulas vacías o una fe que se disocia de la vida cotidiana, vivida sólo como un acápite, un anexo o algo meramente formal que responde a una “cultura religiosa” de la que uno puede provenir por sus ancestros y antecedentes familiares.

Con razón, Aparecida, citando a Benedicto XVI, nos dice que: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (Nº 243).

De eso se trata, me parece, la pregunta de Jesús. De que nos preguntemos por qué soy cristiano. ¿Qué raíz fundamental sostiene mi fe en Jesús? ¿De qué forma y en qué momento fui encontrado personalmente por Jesús?.

Y la respuesta a la pregunta de Jesús, junto con comprometerme existencialmente con la vida diaria, también irá siendo distinta de acuerdo a la realidad actual en la que esté inmerso.

Como le responda hoy a Jesús, así también será el nivel de vida cristiana que lleve. Si es una respuesta personal, vivencial, así tendrá incidencia la fe en mi vida. Si por el contrario, esta es una respuesta más bien vaga, teórica, o aprendida de memoria, entonces mi fe sólo será un dato anexo y formal a mí que no tendrá su correlato existencial en la vida misma.

Entonces, frente a esta pregunta de Jesús, ¿qué puedo decir al respecto hoy día?

martes, 8 de junio de 2010

INVITADOS A LA MESA





"Todos comieron hasta saciarse"

Lc. 9, 17




La mesa es el lugar del encuentro, de la intimidad y de la gratuidad.

Es el lugar de la memoria, de los relatos y el diálogo fluido y sereno. En la mesa, se está bien, hay lugar para la distensión, la entrega de afectos, el corazón se ensancha y el amor se muestra y se demuestra en toda su intensidad.

La mesa reúne a los amigos, a los que se aman, a los hijos con los padres, a los hermanos, a todos aquellos que de alguna u otra forma desean interactuar y vivir un momento de solaz, apertura y cercanía.

En torno a la mesa nos sentimos familia, nos asociamos en un proyecto común, compartimos experiencias, vislumbramos el presente, y el futuro se nos presenta no como amenaza sino como oportunidad y desafío.

Alrededor de una mesa abrimos el corazón, derramamos algunas lágrimas, nos hacemos solidarios y afectivos, apagamos los conflictos, sanamos las heridas, nos sentimos acogidos, queridos y tomados en cuenta en nuestra exclusividad e individualidad.

En la mesa no existe el tiempo, la eficacia o la eficiencia, el apuro o el activismo. Se apagan los celulares, no se abre la Internet, se deja por un momento el facebook, se escucha, se dialoga, se hace familia, se comunica, superamos el aislamiento, miramos en verdad a los ojos, se abre el corazón sin miedos, nadie se siente amenazado, hay lugar para ser lo que uno es porque caen las máscaras, porque nadie tiene que aparentar lo que no es, porque en la mesa, en definitiva, cada uno es lo que es y nada más.

Jesús, gustó de ir a compartir a muchas mesas. Y a todas las mesas.

Se sentó a compartir con publicanos, fariseos, escribas, pecadores y amigos. Estuvo con Marta y María sentado a la mesa, con Leví, el publicano, con Simón el fariseo y también se sentó a la mesa con multitudes como lo demuestra la multiplicación de los panes en el texto de Lucas.

En la mesa, el Señor escuchaba, enseñaba, intimaba con sus interlocutores, les predicaba la Buena Noticia del Reino, sanaba los corazones y se hacía cercano e íntimo con todos aquellos con quienes compartía la mesa. Hacía caso omiso de los comentarios mal intencionados que oponían el que él siendo el Señor se sentara con cualquiera a la mesa para compartir su vida.

Algo así debieran ser nuestras Eucaristías.

Un lugar donde nos sintamos invitados por Jesús a su mesa para lograr una íntima comunión con él y con los hermanos. Una mesa en la que caben todos, donde sólo hace falta tener el corazón y los oídos abiertos para escucharle con atención y esmero. Una mesa que nos desafía a crear otras mesas donde haya pan para todos y en donde los aspectos relacionales tan propios de los encuentros entre amigos también se logren vivir en nuestras celebraciones.

Acabamos de celebrar al Dios Uno y Trino, un Dios que se comunica, que crea comunión, que vence el aislamiento y la soledad. Ese mismo Dios, que ahora se nos muestra como un Dios que da pan en abundancia y que crea comunión, sea nuestro paradigma para vencer la soledad, el aislamiento, la incomunicación, la frialdad que a veces denota nuestra vida moderna.

Recuperemos, pues, la importancia de sentarnos en la mesa para ser más humanos y así ser más divinos.

Y también la mesa de la Eucaristía donde comeremos hasta saciarnos.