lunes, 30 de junio de 2014

PEDRO Y PABLO: DOS VOCACIONES, DOS MISIONES


El domingo 29 de junio, hemos celebrado la Solemnidad de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo, dos columnas básicas sobre las cuales se forjó la Comunidad Cristiana en torno a la figura de Cristo Resucitado.

¿Qué representan Pedro y Pablo? ¿Qué nos dicen sus figuras a nosotros hoy día?

Ambos tuvieron la gracia de haberse encontrado “personalmente” con el mismo Jesús, claro que de modo diverso como lo vamos a ver.

Pedro, en la orilla del lago Galilea, mientras ejercía su oficio de pescador, recibió el llamado de Jesús para ser “pescador de hombres”. Pablo, camino a Damasco, mientras perseguía ferozmente a los cristianos, recibe la revelación de ser llamado para ser apóstol de Jesucristo. El primero, Pedro, compartió con Jesús esos tres años donde el Maestro se dedicó a predicar la Buena Noticia del Evangelio. Pablo, si bien no conoció a Jesús, ni tuvo, por lo mismo, trato directo con El, legítimamente se hace llamar APOSTOL, en la misma condición de Cefas, Juan, Santiago, Andrés, por cuanto se sabe depositario de una llamada personal y de una misión insoslayable que lo constituye “verdaderamente” en Apóstol como él mismo lo consigna en sus escritos (1Co 9,1 ; 1Co 15, 5-8), en donde Pablo dice que también él tuvo una visión del Señor resucitado “y después de que el Señor se apareció a Cefas, los Doce, a más de quinientos hermanos … en último término se apareció a mí, como a un abortivo”, llega a decir.

Pedro y Pablo representan dos vocaciones, dos carismas, dos tareas, dos “sensibilidades” dentro de la Comunidad fundada por el Señor Resucitado. Son dos misiones que se complementan y se enriquecen. Pedro, tiene el carisma de crear la comunión y la unidad dentro de la Comunidad y ser el primero entre iguales. En él se consolida la Comunidad, porque es la piedra sobre la cual el Señor funda SU Iglesia. Tiene la misión de lograr la cohesión, que fluyan los carismas dentro de la Iglesia y de darle el sostén que ella necesita para llevar a cabo su misión. Pedro, hoy Francisco, es quien tiene la misión de asegurar que la Comunidad esté cohesionada en torno a la PIEDRA ANGULAR que es Cristo, en la diversidad de carismas y ministerios que el mismo Señor va suscitando.  

Pablo, ese fariseo empedernido y fanático, es el prototipo de una Iglesia que está llamada a evangelizar por todos los confines de la tierra. Una Iglesia en “salida” como la quiere Francisco, de tal manera que lleve a todos los rincones de la humanidad, de manera humilde y sencilla, la ALEGRIA DEL EVANGELIO, en particular a los pobres de este mundo. En Pablo, nos vemos reflejados todos nosotros, para tomar las “banderas” del Evangelio y compartirlas con todos aquellos que buscan sentido para sus vidas. En Pablo, somos interpelados hoy día para buscar nuevos “aerópagos” en donde se proclame el Evangelio de las bienaventuranzas que el nuevo Moisés, Jesús, nos dejó desde la Montaña santa.

Un aspecto relativo al llamado y la vocación me parece útil destacar en Pedro y Pablo. En ambos, sobresale la gratuidad del llamado que les hace el Señor. Pedro, después de su decisión generosa de dejar las redes, niega al Señor en la pasión, será al final, cuando declare su amor intenso por Jesús, cuando sea confirmado para apacentar las ovejas que se le confían. Al final, Pedro sabrá que será la gracia, solamente ella, la que le sostendrá en su respuesta al llamado de Jesús. Pablo, con mayor razón, tiene conciencia de la gratuidad de su llamado por cuanto en él operó simplemente la libre elección del Señor en una persona que precisamente estaba en la otra trinchera, persiguiendo tenazmente a los primeros cristianos.

Estas vocaciones, nos dejan una hermosa lección para nosotros. Somos llamados por pura gracia, no por méritos y nuestra fidelidad se sustenta, sólo y exclusivamente, en que el Señor NUNCA retira su llamado y predilección por cada uno de nosotros.

Ambos, nos recuerdan la necesidad de construir la unidad y la comunión sin sofocar la diversidad, y la imperiosa necesidad de “salir” con el Evangelio en la mano, a proclamar buenas noticias a todos aquellos que las quieran escuchar.


Pedro y Pablo, dos llamados y dos misiones que necesitamos recrear y profundizar hoy día entre nosotros.

miércoles, 11 de junio de 2014

LA IRRUPCION DEL ESPIRITU




“Todos quedaron llenos del Espíritu Santo,
y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu
les permitía expresarse … cada uno los oía hablar en su
propia lengua”

 Hech 2, 1.-11

 
Pentecostés era, en Israel, la fiesta de la recolección (cf. Ex 23, 16; 34,22). De agraria se convierte más tarde en fiesta histórica, en ella se recordaba la promulgación de la ley sobre el Sinaí. En ese día la ciudad de Jerusalén se llenaba de creyentes venidos a la festividad desde diferentes lugares. Los discípulos, temerosos, se hallaban reunidos, sin saber bien qué hacer; el don del Espíritu hará que proclamen la buena nueva a todos aquellos que se encontraban en la ciudad.
 
Al irrumpir el Espíritu Santo en este Pentecostés, algo nuevo comienza a nacer y a suceder. Atrás queda el miedo, nace la audacia evangélica, los discípulos salen en misión, hablando distintos idiomas son capaces de entenderse, un viento fuerte sopla sobre ellos, se echa a andar una inigualable aventura que desafiaría después las mismas bases del Imperio de aquella época. Ese soplo divino, provoca que aquellos hombres temerosos, logren dar testimonio coherente de su fe con el martirio mismo. Son perseguidos, martirizados, acallados, pero jamás derrotados. Irrumpió sobre ellos esa FUERZA QUE VIENE DE LO ALTO que los llevará a ser testigos en “Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra” (Hech 1,8).
 
Es el Espíritu Santo que da vida nueva, que provoca la desinstalación, que renueva y dinamiza, Espíritu que provoca la unidad en la diversidad y que llena el corazón con el Amor primero. Espíritu que pone las palabras adecuadas en los predicadores y testigos, para decir la palabra adecuada y el gesto oportuno. Espíritu que provoca, compromete y fecunda toda acción hecha con buena voluntad. Espíritu que promueve los cambios, que genera una criatura nueva y que hace todas las cosas de nuevo.
 
La irrupción del Espíritu hace libre al discípulo y fortalece en la misión al testigo. Espíritu que sopla donde quiere y que nos hace hablar, nos ayuda a recordar y nos enseña todo aquello que Jesús nos ha dejado en su Palabra y su Vida. El Espíritu es la memoria viviente de la Iglesia, el cual le ayuda para que ésta no se mundanice viviendo las mismas categorías que el mundo pregona. El Espíritu nos permite comunicarnos con el Padre y pone en nuestra boca y labios lo que de verdad debemos pedir y suplicar.
 
Cuando irrumpe el Espíritu en las personas y Comunidades y éste se queda en ellas, hay lugar para la esperanza y el amor. Los corazones se llenan de amor y fluye en ellas la creatividad, la audacia, la vida, la originalidad, el retorno a las fuentes inspiradoras y el Evangelio se hace norma de vida. Se instala en ella una dinámica de búsqueda permanente, hay capacidad para leer y discernir los signos de los tiempos, se encuentra espacio para el compromiso renovador y no se teme al futuro, más aún, se lo adelanta y se lo busca con ahínco y esmero. Cuando el Espíritu hace su estreno en personas y Comunidades, hay espacio para la crítica, el disentir y la búsqueda compartida de la verdad. Hay lugar para el diálogo y el respeto a la diversidad y el pluralismo es una riqueza que se valora en cuanto tal.
 
Si el Espíritu sopla en las personas y las Comunidades, se vence la rutina, la pasividad y la inercia. Siempre hay espacio para la búsqueda conjunta y nadie tiene el monopolio de la verdad. Se vive en un espíritu ecuménico y hay respeto por la persona en cuanto ella es una originalidad querida por Dios. Con el Espíritu nos hacemos fuertes y comprendemos al débil y caído. Vamos en misión para anunciar el Evangelio de la misericordia y el perdón. Se comienzan proyectos liberadores que tienen que ver con el dinamismo intrínseco que emana del mismo Evangelio interpelador del Maestro.
 
Si irrumpe el Espíritu en las personas y Comunidades, los pobres tienen razón para tener esperanza y la solidaridad se hace camino habitual de vida. La autoridad se hace servicio y los últimos son los primeros. Se comparte el pan, nadie pasa hambre y la vida se hace llevadera. Con el Espíritu, hay vida nueva, los corazones rebosan de alegría y cada cual vive su ministerio y su carisma en beneficio del bien común. La liturgia se transforma en fiesta, profecía y encuentro y los templos se llenan de un nuevo dinamismo y brota de ellos un agua pura que dará vida a quienes participen de él.
 
Cuando irrumpe el Espíritu, por cierto una primavera se instala en la Iglesia, en la sociedad y en el mundo. Algo brota, mucho se renueva, todo cambia. Algo se transforma, nacen nuevas intuiciones, el hombre se hace más humano y solidario. Es que el Espíritu es vivificador y da vida por doquier.
 
¿Necesitaremos invocar y suplicar que el Espíritu irrumpa sobre nosotros? Por cierto que si. Es mi convicción y súplica de cada día.
 
Pidámoslo de continuo, cada día. Si él llega con abundancia de dones, entonces otro Pentecostés estará acaeciendo entre nosotros. Así lo esperamos y así lo deseamos y añoramos.
 
¡Irrumpe sobre nosotros, Santo Espíritu de Dios!