jueves, 31 de octubre de 2013

SABER DAR GRACIAS


“Se arrojó a los pies de Jesús con el rostro en tierra,
dándole gracias”

 Lc. 17,16

 
Mientras Jesús se dirige a Jerusalén, cumpliendo, así, meticulosamente con su itinerario que al final de cuentas lo llevará a la crucifixión y muerte violenta, se le interpone en el camino un grupo de diez leprosos que le gritan desde lo más hondo del corazón: ¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros! Es el grito angustioso de diez hombres que se saben profundamente marginados y discriminados de la comunidad y de la sociedad en sí misma. Son un lastre para todos. Se sienten excluidos y solamente Jesús, a través de su palabra y gesto liberador, podrá devolverles la salud.
 
Siguiendo la costumbre de aquel tiempo, Jesús manda que los leprosos vayan a presentarse donde los sacerdotes  para que sean éstos los que certifiquen que estos leprosos están sanos. En el camino, quedaron purificados.
 
Advertido de semejante realidad un leproso (samaritano, extranjero) vuelve alabando a Dios en voz alta y se arroja a los pies de Jesús para darle las gracias. Había caído en la cuenta que su nueva condición humana era producto del poder salvífico que emanó del mismo Jesús.
 
Saber dar gracias cada día, en cada momento, a toda persona, en cualquier circunstancia puede cambiar profundamente la tonalidad de nuestra vida. También nosotros, necesitamos gritarle a Dios por nuestras lepras que nos asfixian y degradan. Necesitamos sacudirnos esos lastres que nos provocan dolor y tristeza. Sentimos que el peso de nuestras lepras, sólo las puede sanar definitivamente nuestro Señor. Y por eso, experimentada dicha realidad, no cabe más que postrarnos en tierra cada vez y dar gracias infinitamente.
 
Con todo, es fácilmente constatable que a partir de la realidad que nos toca vivir, pareciera que la gratitud está desapareciendo del “paisaje afectivo” de nuestra vida moderna. Casi se ha hecho dogma de fe que nadie puede dar nada, si no es porque espera algo a cambio. Se pueden sospechar intenciones poco claras u ocultas cuando alguien tiene la osadía de dar o de darse.
 
Es claro que en la  actual civilización que estamos viviendo, marcadamente mercantilista, egoísta e individualista (con matices, por cierto), cada vez hay menos espacio para lo gratuito. Todo se tiende a comprar y vender. Todo se transa, se intercambia, se presta, se debe, se exige, se merece … en esta lógica del mercado, obviamente que no hay espacio para saber dar gracias.
 
Bueno desde este punto de vista, algo parecido puede ocurrir en la vivencia de nuestra fe. De alguna manera, uno puede decir: “Yo te ofrezco oraciones y sacrificios y tú me aseguras tu protección. Yo cumplo lo estipulado y tú me recompensas” (Pagola).
 
Pero debemos dejar en claro de una vez, que delante de Dios solamente podemos vivir dando gracias. Nada merecemos, todo lo recibimos. No me gano el favor de Dios con una lista de acciones buenas (cf. El fariseo y el publicano que van al templo a orar, Lc. 18, 9-14), sino que Dios en su infinita bondad y de manera gratuita, nos hace partícipes de su poder sanador.
 
Este mismo hecho hace que la persona misma tenga otra mirada respecto de sí misma (es una mirada más compasiva e integradora), una forma distinta de relacionarse con las cosas (ellas son mis hermanas, de ellas necesito) y otra forma de convivir con los demás (esa persona es mi hermano, lo respeto, le reconozco su estatura de hijo de Dios).
 
Vayamos, pues, de regreso al encuentro de Jesús, para postrarnos en tierra y dar gracias por todas aquellas oportunidades en que nos hemos sanado en el corazón de aquellas lepras que nos oprimían profundamente y que nos tenían excluidos y marginados de la vida en todas sus dimensiones.
 
Sepamos, además, ser agradecidos en todo momento y en toda circunstancia de la vida, porque nada merecemos y todo se nos regala. Saber dar gracias, es la lección que nos da este leproso sanado.

lunes, 21 de octubre de 2013

EN EL AÑO DE LA FE: MARIA, MUJER CREYENTE


“Dichosa tú porque has creído”

 Lc. 1, 45.

 
Ante el anuncio del ángel de que María será madre, Ella pregunta: ¿Cómo será esto?. Es una pregunta inteligente, es la pregunta de una fe adulta, de alguien que necesita discernir. ¿Será verdad esto? parece preguntarse María. ¿Será una pura ilusión? La fe siempre necesita aprender y comprender. Una fe que se hace cargo de lo que se le pide a la persona. De la misión a la cual se le está llamando. Tener fe no supone dispensarnos del necesario discernimiento y de preguntarle a Dios por nuestra vida, por las opciones que tenemos que hacer, de los caminos que debemos recorrer. Una fe adulta, pregunta, interroga, discierne.
 
Después que el ángel le explica como será todo poniéndole como ejemplo a Isabel le dice al final una sentencia: PORQUE PARA DIOS NADA ES IMPOSIBLE. ¿Creo esto en mi vida? Creo que para Dios todo puede ser reversible y transformador. No sólo es suficiente decirlo con las palabras, es preciso también asimilarlo en el corazón y en la vida, para Dios nada es imposible, incluso en los momentos de prueba y de angustia, nuestra percepción y sentimiento ha de ser de ABANDONARNOS completamente en él.
 
Entonces que se haga su Palabra, es la respuesta de María ante el anuncio del ángel. Es la respuesta  creyente de alguien que sabe que para Dios nada es imposible. Es en el fondo la sensación de estar inmersa en la inmensidad de un Dios que te cobija, te sostiene y te capacita para la misión que recibes.
 
“Dichosa tú que has creído” es la primera bienaventuranza del Evangelio. Felices los que creen porque en ti se cumplirá lo que te ha prometido el Señor. Creer, como lo hace la Madre, para darle un nuevo color y sentido a la vida.
 
Necesitamos creer para poner sobre bases sólidas la existencia de nuestra vida, para darle una proyección evangélica a las apuestas que nos toca hacer día a día, sea como laicos (insertos en el mundo); como religiosos (siendo testigos del Evangelio): o como ministros de la Comunidad (al modo del Buen Pastor y en lenguaje del Papa Francisco: teniendo “olor a oveja”).
 
Ahora bien, mirando en perspectiva el SI de María (su hágase) podemos deducir o suponer que ella nunca dimensionó lo que vendría más adelante en su vida. Fue un SI abierto, generoso, no exento de preguntas y discernimiento, pero al final un SI sin condiciones. Nada supo que debía partir a atender a su prima (estando ella misma embarazada), de las condiciones y lugar de su parto, del exilio y la amenaza de muerte para su Hijo. No podía saber que a los 12 años perdería a su Hijo en el templo, que iba a quedar sola al final de sus días, que le harían la desconocida (¿quién es mi madre?, pregunta Jesús), no sabía de la muerte violenta en la cruz, etc. Nada de eso sabía.
 
Cuando damos el SI al Señor ni soñamos lo que ello puede significar y el precio que vamos a pagar. La fe es lanzarse con decisión y convicción a navegar por las aguas profundas del Misterio. No podemos calcular todo. La fe no es un “GPS”, un sistema de radar, en el cual tenemos todo configurado de antemano, donde encontramos toda la información pertinente, de manera rápida, segura e instantánea. Consagrarnos al seguimiento de Jesús, al modo de la vocación recibida, no es más que una aventura de amor, un desafío, donde sobran las preguntas y faltan las respuestas. Sólo que al final sabemos que para Dios nada es imposible y que sí tiene sentido la causa que uno ha abrazado.
 
La fe es mantener este SI en el tiempo e irlo renovando cada día. Teniendo en cuenta que nuestro SI siempre será posible en el SI del Señor. No tengas miedo, yo te sostengo, nos dirá Jesús. Así de claro, un SI que se hace historia y toma cuerpo en las variables de cada día.
 
Si tengo fe, entonces el SI a Jesús será cada día nuevo, sabiendo de antemano que todo lo podemos en El que nos reconforta, como dirá San Pablo.
 
No hay un SI basado sólo y exclusivamente en tus fuerzas, primero está el SI de Dios que es irreversible y definitivo para contigo.