Todos nosotros necesitamos de un hogar,
de una familia, un lugar donde crecer, madurar, cultivar nuestros talentos,
en definitiva alcanzar un crecimiento integral en los diversos aspectos de
nuestra vida.
Con todo, esto a veces no lo logramos
cabalmente por cuanto nuestras familias adolecen del mínimo necesario, lo cual
nos permita alcanzar nuestra mayor potencialidad como seres humanos, tanto
porque nuestras familias están fracturadas, sea porque descuidamos aspectos
esenciales, sea porque definitivamente no la tenemos.
Para salvaguardar este bien tan preciado
como es la familia, célula básica de la sociedad e iglesia doméstica, podemos
mirarnos en la Familia de Nazaret, donde ella sea un espejo y nos miremos de
continuo y venga a ser un elemento paradigmático en la construcción de nuestro
hogar y de la familia en su conjunto.
En este contexto, quisiera compartir
algunas pistas que veo necesarias cultivar y vivir en el seno de la familia,
para que éstas alcancen la estatura por Dios deseada y que late también en
nuestro corazón.
Veamos.
Promover una cultura del diálogo, de la apertura, abriendo los corazones de continuo, expresándonos cariño mutuo y así vencer todo atisbo de aislamiento, individualismo y anonimato en el cual podemos caer cuando los corazones permanecen herméticos e infranqueables.
Reconocer la individualidad de cada uno de los componentes de la familia. Cada cual tiene un PROYECTO DE VIDA, que se tiene que cuidar y realizar. Vivir la vocación propia. En la familia debemos encontrar el escenario ideal para que cada componente se realice a si mismo en su individualidad y vocación. La familia no puede sofocar el carácter propio de cada uno de sus miembros, por el contrario, debe contribuir para que la persona viva para lo cual fue creado.
Atención preferencial por el más débil: Ancianos, niños, enfermos, caídos, etc. El Papa Francisco ha dicho que un buen síntoma de que la familia anda bien es cuando se atiende bien a los niños y ancianos. No cabe duda que el ser más débil debe contar desde siempre con el particular y solícito apoyo y cercanía de los distintos componentes de la vida familiar.
Saber dar gracias y reconocer todo lo bueno y lindo que recibo del otro. Una costumbre no muy arraigada por estos días, donde todo lo ganamos y lo compramos. Cuando se aprende a dar gracias en el seno de la familia, entonces el ambiente es más sano, diáfano y cercano. Un gracias de corazón dado a alguien en la familia, puede transformar fuertemente la realidad de cada familia, por cuanto detrás de esa actitud de agradecimiento, uno está reconociendo que necesito de la otra persona para desarrollarme como tal.
Vivir momentos gratuitos, tiempo para descansar. Sentarse a la mesa y compartir. Esto se hace más evidente en estos tiempos donde nos invade un activismo desenfrenado, exceso de trabajo, vida vivida a mil, sin tiempos para realizar cosas que nos alimenten en el espíritu (escribir, escuchar música, orar, leer, practicar deportes), simplemente, darnos espacios de ocio para recuperar la lozanía de la vida que a veces perdemos por la dinámica de vida que nos ofrece la sociedad.
Vivir el perdón como expresión del amor. Hace tanto bien pedir perdón y perdonar. La persona crece cuando hace esa experiencia por difícil que sea. El perdón es el mejor antídoto a la venganza, el revanchismo, el pasarse cuentas eternamente, etc. Uno no se achica ni se disminuye porque pide perdón a quien ha ofendido, o porque sencillamente perdona cuando uno ha sido el ofendido. Para perdonar y pedir perdón se necesita coraje, audacia y valentía. El perdón viene muy bien para volver al amor primero en la familia. En el perdón no existe el nunca más, en definitiva vivir esta experiencia de continuo conlleva a que la familia se levante de nuevo y despunte la aurora en su seno. Hagamos esta experiencia, aunque nos cueste, porque al final encontraremos la luz para nuestras vidas.
Asumir una espiritualidad a la manera de la Familia de Nazaret. Primero alimentar el espíritu, luego vendrá lo material. No distorsionar las cosas. Cristo siempre en el centro. Es urgente dotar de una espiritualidad evangélica a nuestras familias para no tener arrinconado al Maestro en el patio trasero de la casa. Una familia que se construye a partir de los parámetros del evangelio, tendrá mejores recursos para enfrentar los enormes desafíos y problemáticas que afectan hoy día a nuestras familias.
Promover una cultura del diálogo, de la apertura, abriendo los corazones de continuo, expresándonos cariño mutuo y así vencer todo atisbo de aislamiento, individualismo y anonimato en el cual podemos caer cuando los corazones permanecen herméticos e infranqueables.
Reconocer la individualidad de cada uno de los componentes de la familia. Cada cual tiene un PROYECTO DE VIDA, que se tiene que cuidar y realizar. Vivir la vocación propia. En la familia debemos encontrar el escenario ideal para que cada componente se realice a si mismo en su individualidad y vocación. La familia no puede sofocar el carácter propio de cada uno de sus miembros, por el contrario, debe contribuir para que la persona viva para lo cual fue creado.
Atención preferencial por el más débil: Ancianos, niños, enfermos, caídos, etc. El Papa Francisco ha dicho que un buen síntoma de que la familia anda bien es cuando se atiende bien a los niños y ancianos. No cabe duda que el ser más débil debe contar desde siempre con el particular y solícito apoyo y cercanía de los distintos componentes de la vida familiar.
Saber dar gracias y reconocer todo lo bueno y lindo que recibo del otro. Una costumbre no muy arraigada por estos días, donde todo lo ganamos y lo compramos. Cuando se aprende a dar gracias en el seno de la familia, entonces el ambiente es más sano, diáfano y cercano. Un gracias de corazón dado a alguien en la familia, puede transformar fuertemente la realidad de cada familia, por cuanto detrás de esa actitud de agradecimiento, uno está reconociendo que necesito de la otra persona para desarrollarme como tal.
Vivir momentos gratuitos, tiempo para descansar. Sentarse a la mesa y compartir. Esto se hace más evidente en estos tiempos donde nos invade un activismo desenfrenado, exceso de trabajo, vida vivida a mil, sin tiempos para realizar cosas que nos alimenten en el espíritu (escribir, escuchar música, orar, leer, practicar deportes), simplemente, darnos espacios de ocio para recuperar la lozanía de la vida que a veces perdemos por la dinámica de vida que nos ofrece la sociedad.
Vivir el perdón como expresión del amor. Hace tanto bien pedir perdón y perdonar. La persona crece cuando hace esa experiencia por difícil que sea. El perdón es el mejor antídoto a la venganza, el revanchismo, el pasarse cuentas eternamente, etc. Uno no se achica ni se disminuye porque pide perdón a quien ha ofendido, o porque sencillamente perdona cuando uno ha sido el ofendido. Para perdonar y pedir perdón se necesita coraje, audacia y valentía. El perdón viene muy bien para volver al amor primero en la familia. En el perdón no existe el nunca más, en definitiva vivir esta experiencia de continuo conlleva a que la familia se levante de nuevo y despunte la aurora en su seno. Hagamos esta experiencia, aunque nos cueste, porque al final encontraremos la luz para nuestras vidas.
Asumir una espiritualidad a la manera de la Familia de Nazaret. Primero alimentar el espíritu, luego vendrá lo material. No distorsionar las cosas. Cristo siempre en el centro. Es urgente dotar de una espiritualidad evangélica a nuestras familias para no tener arrinconado al Maestro en el patio trasero de la casa. Una familia que se construye a partir de los parámetros del evangelio, tendrá mejores recursos para enfrentar los enormes desafíos y problemáticas que afectan hoy día a nuestras familias.
Hagamos este camino y el sol se asomará
en nuestros hogares.