sábado, 25 de octubre de 2008

AMAR A DIOS Y AMAR AL PROJIMO.

Como ama Jesús, dando la vida, ha de ser nuestro amor
En el amor al prójimo se verifica la calidad de nuestro amor.
Dios nos ha revelado a través de su Palabra
su mandamiento fundamental.
El amor verdadero nace del corazón.


LA SINTESIS PERFECTA



“Maestro ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley?

Mt. 22,36



Un doctor (de ¿Harvard? ¿Chicago? ¿la Gregoriana de Roma?) de la ley, le pregunta a Jesús para ponerlo a prueba por el mandamiento principal de la ley. Es como preguntar: ¿En qué debemos concentrar todas nuestras fuerzas de manera que la vida tenga sentido y alcance la eternidad? De suyo, una pregunta difícil de responder todavía más cuando los fariseos y maestros de la ley vivían inmersos en una maraña de 613 preceptos (248 mandamientos y 365 prohibiciones) los cuales, por cierto, les llevaba a vivir una frondosa casuística en este esfuerzo moral en el cual estos sectores religiosos se veían empeñados.

¿Qué respondió el Señor? Sin más rodeos les dijo que lo central de la ley estaba en la vivencia del amor. El amor a Dios, con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente, como el más grande y primer mandamiento. Y el amor al prójimo, “como a ti mismo”, como el segundo mandamiento y semejante al primero.

Aquí nos encontramos, creo, en el centro neurálgico del mensaje cristiano. Es por la vivencia del amor por el cual nos definiremos los cristianos. En la capacidad de vivir íntegra y creativamente esta síntesis, será donde vamos a colocar la esencia, el corazón, lo central, del mensaje cristiano y del seguimiento de Jesús. De eso se trata, de amar a Dios y de amar al prójimo, indistinta y simultáneamente, como dos caras de una misma moneda. He aquí la ecuación perfecta.

El amor a Dios afecta a 3 aspectos esenciales del ser humano: el corazón, que tiene que ver con el querer, las decisiones de la persona. El alma que es la “fuerza vital” y la mente que representa el intelecto, nuestra capacidad de comprender la realidad. Con ello se está diciendo que debemos emplear todas las fuerzas, sin excepción, en el amor a Dios. Dios se merece “todo”, por eso este amor debe ser con “todo” el corazón, con “toda” el alma y con “toda” la mente. Dios no pide ni se merece un amor dividido. Pero esta es una cara de la moneda, la “dimensión vertical” del amor, por así decirlo.

También este amor total a Dios, se ha de proyectar en el amor al prójimo. Este amor alcanza “rostro humano”, cuando el ser humano es capaz de amar a los rostros concretos que se insertan en este mundo y lo hace teniendo como medida el amor que uno siente por sí mismo. Es lo que podríamos llamar “la dimensión horizontal” de este amor. Amar al prójimo como a sí mismo, supone aceptarlo como es, con sus potencialidades, con su personalidad, su singularidad, como un “otro” que también es amado y creado por Dios y con sus limitaciones, tal como lo somos nosotros mismos: singulares, únicos y amados eternamente por Dios.

De esta doble dimensión del amor, depende toda la ley. De esta manera, amando a Dios y al prójimo, evitamos dos peligros siempre latentes. Por una parte “espiritualizar” el amor quedándose sólo en Dios, sin proyección en el prójimo. O “sociologizarlo” quedándose solamente en el amor a los demás sin expresarlo plenamente en el amor total a Dios.

Aun así, somos conscientes que nadie puede amar perfecta y absolutamente. Sólo Dios. De ahí entonces que siempre nuestro amor humano alcanzará su mayor fuerza en el amor de Dios que es siempre definitivo, absoluto y total. En este amor de Dios, podremos hacer que la fuerza del amor sea la que mueva nuestra vida cada día, haciendo del amor el sello distintivo de nuestra vida cristiana.

Te invito pues a conjugar el verbo amar cada día: el amor a Dios y al prójimo, la síntesis perfecta de nuestra fe. Así respirarás amor y recibirás amor.

No hay comentarios: