Lc. 2,12
La Navidad con el tiempo se ha ido desdibujando y es una palabra más que
circula por el mundo que ha perdido su sentido originario. El mundo se ha
apoderado de ella hasta tal punto que la ha hecho consistir en una fiesta más
bien banal o al menos muy marcada por aspectos periféricos (regalos, cenas,
sentimientos …) que poco o nada tendrían que ver con la experiencia de Belén y
el Pesebre.
Para recuperar el sentido primero de la Navidad, deberíamos hacer la
travesía de miles de kilómetros para ir a contemplar a un Dios Niño en el
silencio y la contemplación. Habría que callar por un rato y ver con los ojos
de la fe el impacto que ha de suponer para el corazón humano que el mismo Dios
haya elegido nacer en el seno de un hogar, al amparo de una madre y un padre.
Un Dios que no tuvo quien lo recibiera y fue a parar al lugar de los marginados
y excluidos.
La Navidad es la fiesta de los creyentes, la fiesta de los que creen que
Jesús es la Palabra de Dios que se hizo carne y estableció su morada en medio
de la humanidad. Es la fiesta donde caemos en la cuenta que Dios se “hace
cultura”, “se hace historia”, “se llena de humanidad” para venir a compartir nuestra
suerte. “Se hace humano” para dignificar al infinito al hombre en su vocación
última que no es otra que hacerse “divino”.
Recuperar el sentido último de la Navidad, nos debería suponer a los
cristianos hacer algunas experiencias fundamentales, como por ejemplo:
Hacer la experiencia de la pequeñez: Dios se hizo pequeño, frágil, menor. Volver a ser niños para hacer la
experiencia de la fragilidad, de sentirnos vulnerables, necesitados de
cobijamiento y de sentir aquellos brazos que se abren y te abrazan y te
sostienen. Esta experiencia nos previene de actitudes de soberbia,
ensimismamiento y ostentación tan arraigadas en el corazón de aquel que ha
depositado toda su confianza en sí mismo. Somos pequeños, somos apenas una
molécula en el mundo. Si Dios es Niño, cuanto más nosotros vamos a hacer esta
experiencia de sabernos esencialmente pequeños lo cual, por lo demás, nos
llevará a valorar y respetar a todos nuestros prójimos en su vulnerabilidad y
fragilidad.
Hacer la experiencia de ser humanos: Dios Niño asumió nuestra condición humana en toda su expresión, salvo en
el pecado. Se hizo humano. Desde esta perspectiva, celebrar la Navidad puede
ser la oportunidad para replantearnos seriamente el cómo estamos viviendo. Se
trataría de humanizar nuestra vida,
vivir la vida a escala humana. De repente el inmediatismo, la eficiencia,
el productivismo, nos hace deshumanizar nuestra vida. La búsqueda de
resultados, de logros, de títulos, en fin, todo aquello que tiene que ver con
concebir la vida como un hacer cosas, nos ha llevado a despersonalizarnos, ser
incapaces de vivir tiempos gratuitos, ensanchar el corazón para escucharnos,
mostrar nuestro interior y sentarnos en el sillón de los recuerdos para hacer
memoria de la vida vivida. Ser humanos, es tener un corazón grande, misericordioso
y cálido.
Hacer la experiencia del DON y el REGALO: Dios Niño se hizo entrega total para los suyos. Toda
su vida fue eso. La prueba más sublime la encontramos en la cruz. En el Pesebre
aparece un Niño que se nos regala desde su debilidad para que los seres humanos
caminemos con sentido de vida. En esta Navidad, podríamos hacer la experiencia
de la donación. Dar cosas cuesta poco, entregarse uno mismo es mucho más
valedero y definitivo. Entregar tiempo, entregar una mirada, unos oídos atentos
para escuchar. Entregarte tú con tus talentos y virtudes, detenerse para ver al
que está caído y estirar la mano para levantarlo. Sé tu mismo un DON, un REGALO
para los tuyos y el mundo entero.
Y ahora vamos al Pesebre …. para contemplar.