Fue el mandato que recibió el hermano Francisco del Cristo de San Damián mientras vivía su proceso vocacional: “Francisco, ¿no ves que mi casa se derrumba? Anda, pues, y repárala”. Y él, con gran temblor y estupor, contestó: “Con gusto lo haré, Señor”. Entendió que se le hablaba de aquella iglesia de San Damián, que, por su vetusta antigüedad, amenazaba inminente ruina. Después de esta conversación quedó iluminado con tal gozo y claridad, que sintió realmente en su alma que había sido Cristo crucificado el que le había hablado» (Leyenda Tres Compañeros, 13).
Este encuentro con el Crucificado, marca un cambio efectivo en Francisco, aunque todavía transitorio, en cuanto lo indujo a reconstruir iglesias; transitorio porque todavía no había entendido el significado del mandato que había recibido (trabajar por el Reino desde la reconstrucción de la Iglesia), pero de gran valor porque se puso en evidencia su capacidad de obedecer con prontitud la voluntad de Dios para su vida. Todos sabemos que este fue el comienzo de una “reparación espiritual” profunda que Francisco obró en la Iglesia del siglo 13.
En esta hora nuestra, también pareciera que el Cristo de San Damián nos hablara a los cristianos de este tiempo y nos dijera lo mismo: “Anda y repara mi Iglesia”. Más aún, parecería que fuera urgente que nuevamente irrumpiera entre nosotros un OTRO FRANCISCO, que con su simplicidad, radicalidad y originalidad, nos volviera a hablar del Evangelio, nos transparentara el verdadero rostro de Cristo, el de Belén y el de la Cruz, y nos introdujera en el misterio amoroso del Padre que espera abundantes frutos de sus hijos e hijas.
Pero claro, Francisco ya pasó entre nosotros y ahora nos toca a nosotros proseguir con su intuición evangélica y hacernos cargo, especialmente quienes somos parte de la familia franciscana esparcida por el mundo entero, de los sueños y utopías que un día abrazó el HERMANO DE ASIS y también de re-encantarnos en nuestras propias utopías, sueños e ideales. Tanto es así, que el mismo Francisco le decía a sus hermanos en el ocaso de su vida: “Yo he concluido mi tarea, Cristo les enseñe a ustedes a realizar la suya”, como para graficar que cada hermano debía llevar adelante su vocación como él mismo la había vivido: con intensidad y plenitud hasta el final.
Esta “restauración” de la Iglesia a la cual nos convoca hoy el hermano Francisco, se hace del todo ineludible y urgente, toda vez que pareciera que estamos enfrascados en una larga siesta de la cual no podemos despertar. Una Iglesia nueva, seguramente pequeña, menor, desprovista de cualquier atisbo de mundanidad y de lógicas humanas que empañan y desfiguran nuestro quehacer. Una nueva Iglesia, que se impregne del Evangelio, lo lea y lo medite con corazón de discípulo y que lo transforme en “forma de vida” que impulse la evangelización y el testimonio vivo del Resucitado.
Condición indispensable será hacer el camino de la escucha, el discernimiento y la búsqueda, silenciosa, de la voluntad de Dios, como un día lo hizo el hermano Francisco. No podemos tapar los oídos y cerrar los ojos ante lo que es evidente y perentorio: O reparamos nuestra Iglesia o sencillamente cada vez más nos iremos deslegitimando en la misión que nos dejó Jesús, de ser los obreros del Reino que van a trabajar a su viña con prontitud.
San Francisco, fiel discípulo de Jesús, ven a ayudarnos, y contigo reconstruyamos la Iglesia que tú tanto amaste.
No hay comentarios:
Publicar un comentario