lunes, 21 de febrero de 2011

¿EL MINIMO O EL MAXIMO?: La nueva ética cristiana



En estos últimos domingos hemos venido proclamando el Sermón de la Montaña (cap. 5 al 7 de San Mateo), en donde Jesús, al igual que Moisés en el Sinaí, nos ha ido entregando la nueva ley que viene a completar y darle pleno sentido a la ley antigua.


Esta nueva ley de Jesús, no es otra cosa que vivir el AMOR, ley nueva y definitiva que se proyecta en dos direcciones indisolubles: hacia Dios y hacia el prójimo.

Nueva ley que pone al discípulo en una nueva perspectiva de vida. En un nuevo horizonte. Ley que pone al discípulo de lleno en una nueva dimensión de vida, con altas exigencias, llamando a vivir en el máximo de sus capacidades.


Nosotros de ordinario nos hemos ido acostumbrando a vivir en el MINIMO o en lo básico de nuestro ser religioso, concibiendo así lo que podríamos llamar una “ética minimalista”. Sólo el mínimo o lo básico. Por eso nos contentamos y con suerte de “no matar”, “no ofender” “no adulterar” o nos mueve el “ojo por ojo, diente por diente”. Los “NOES” nos definen en nuestro actuar, pero me parece que eso es poco todavía para quedarnos satisfechos, quizás esto responde a una mentalidad “precristiana” donde me temo, muchos de nosotros todavía pertenecemos.


Jesús, en cambio, nos invita a vivir una “ética maximalista”, es decir, darle un giro al antiguo mandamiento y completarlo con la revelación del Maestro.


Si antes se dijo, Yo les digo, nos dirá el Señor. No basta no hacer el mal, es preciso saber hacer el bien. No basta vivir la vida cristiana desde el legalismo y la formalidad de lo que no hay que hacer, sino que es preciso ir más allá para hacer nuestras las exigencias del AMOR como ley fundamental de la vida cristiana.


Vivir la nueva ley de Jesús por cierto que es humanamente imposible o muy complejo. Hay excepciones, por ejemplo un Maximiliano Kolbe que dio la vida por otro prisionero, sin embargo la gracia de Dios hará que podamos ir en esta dirección y podamos asimilar la nueva ley del Sermón de la Montaña.


Es decir, superar el mínimo para aspirar al máximo, como nos pide Jesús.

martes, 8 de febrero de 2011

LOS CRISTIANOS, SAL Y LUZ PARA EL MUNDO







Siguiendo con el Sermón de la Montaña, que iniciamos con las bienaventuranzas el domingo recién pasado, Jesús insta a sus discípulos, a los de entonces y a los de ahora, a ser SAL de la tierra y LUZ para el mundo. Y les dice que si la sal se torna insípida, no sirve para nada y hay que botarla y que la luz no es para esconderla debajo de un cajón, sino para que brille e ilumine todo a su alrededor.

Con estos símbolos, (la sal y la luz) Jesús, nos está hablando de la IDENTIDAD que ha de tener el cristiano, del estilo de vida que cada creyente ha de suscitar y vivir en el mundo. “Ustedes son”, ha repetido el Señor. El ser tiene que ver con lo que uno es, con su fisonomía determinada, con su esencia, con su identidad. ¿Y qué somos los cristianos?, pues, SAL y LUZ, según las palabras del mismo Maestro. Se debe percibir con claridad esta presencia. ¿Se nota que somos cristianos en verdad? Quizás. A veces como que se notara más que construimos una religión anodina y convencional, en que tengamos esa conciencia de ser “sal y luz” para el mundo.

La sal ayuda a dar sabor a las comidas. Una cantidad justa y precisa, permite que el alimento preparado con una diversidad de ingredientes alcance su justa dimensión, pues la sal le da el “toque” distintivo a un plato en particular. También ayuda a preservar los alimentos para que éstos no se descompongan y se echen a perder. La sal es modesta en sí misma, una pequeña cantidad transforma todo. Pues bien, siguiendo esta analogía, el cristiano debe ser una persona que pueda dar un “sabor” distinto a la vida en el mundo en cual vivimos. Estamos hablando de una presencia significativa, de ser una presencia que “diga” algo a quienes no son creyentes y no conocen a Jesús y su Evangelio.

Desde esta perspectiva nos podemos preguntar: ¿Mi vida tiene un sabor especial? ¿Estoy en condiciones de darle un “toque” especial a mis relaciones habituales, al trabajo que realizo, a la vida matrimonial y familiar que construyo, a la relación con el vecindario? Ser sal de la tierra, supone abrirse espacio entre los demás para darle un sabor especial a lo que ocurre entre nosotros en la vida cotidiana, aportando aquello específico que el mismo Maestro nos ha predicado y hemos descubierto.

La luz es más fuerte que las tinieblas y la oscuridad. Basta encender un fósforo en una habitación a oscuras para que se haga la luz en medio de ella. Esta luz que es Cristo, es la que también se nos pide irradiar entre los hombres. Y cada cristiano será luz, en la medida que tenga al mismo Jesús dentro de sí, pues no es mi luz la que debe brillar, sino la luz que es el mismo Señor. En El cada discípulo podrá aportar la transparencia y la claridad de la luz a un mundo que deambula muchas veces en la oscuridad. Y el mejor termómetro para saber si somos luz para los demás, es cuando seamos capaces de compartir el pan con el hambriento, cobijemos al que no tiene techo, cuando atendamos al desnudo … como nos decía el profeta Isaías en la primera lectura de este domingo. En ese caso, tu vida se hará luminosa porque en definitiva habrás dado el salto de salir de tus intereses personales y a veces bastante egoístas, para ubicarte con tu corazón en el prójimo, particularmente en el de aquel a quien la vida no lo ha tratado bien. Seremos luz, también, cuando abramos todas las habitaciones de nuestra casa (nuestra vida) y dejemos que la luz de Cristo las ilumine y les de una nueva dimensión. Así seremos un poco más transparentes porque tendremos más luz en el corazón.

Pues, que no se nos olvide, ser SAL y LUZ, es nuestra identidad cristiana.