"Todos comieron hasta saciarse"
Lc. 9, 17
La mesa es el lugar del encuentro, de la intimidad y de la gratuidad.
Es el lugar de la memoria, de los relatos y el diálogo fluido y sereno. En la mesa, se está bien, hay lugar para la distensión, la entrega de afectos, el corazón se ensancha y el amor se muestra y se demuestra en toda su intensidad.
La mesa reúne a los amigos, a los que se aman, a los hijos con los padres, a los hermanos, a todos aquellos que de alguna u otra forma desean interactuar y vivir un momento de solaz, apertura y cercanía.
En torno a la mesa nos sentimos familia, nos asociamos en un proyecto común, compartimos experiencias, vislumbramos el presente, y el futuro se nos presenta no como amenaza sino como oportunidad y desafío.
Alrededor de una mesa abrimos el corazón, derramamos algunas lágrimas, nos hacemos solidarios y afectivos, apagamos los conflictos, sanamos las heridas, nos sentimos acogidos, queridos y tomados en cuenta en nuestra exclusividad e individualidad.
En la mesa no existe el tiempo, la eficacia o la eficiencia, el apuro o el activismo. Se apagan los celulares, no se abre la Internet, se deja por un momento el facebook, se escucha, se dialoga, se hace familia, se comunica, superamos el aislamiento, miramos en verdad a los ojos, se abre el corazón sin miedos, nadie se siente amenazado, hay lugar para ser lo que uno es porque caen las máscaras, porque nadie tiene que aparentar lo que no es, porque en la mesa, en definitiva, cada uno es lo que es y nada más.
Jesús, gustó de ir a compartir a muchas mesas. Y a todas las mesas.
Se sentó a compartir con publicanos, fariseos, escribas, pecadores y amigos. Estuvo con Marta y María sentado a la mesa, con Leví, el publicano, con Simón el fariseo y también se sentó a la mesa con multitudes como lo demuestra la multiplicación de los panes en el texto de Lucas.
En la mesa, el Señor escuchaba, enseñaba, intimaba con sus interlocutores, les predicaba la Buena Noticia del Reino, sanaba los corazones y se hacía cercano e íntimo con todos aquellos con quienes compartía la mesa. Hacía caso omiso de los comentarios mal intencionados que oponían el que él siendo el Señor se sentara con cualquiera a la mesa para compartir su vida.
Algo así debieran ser nuestras Eucaristías.
Un lugar donde nos sintamos invitados por Jesús a su mesa para lograr una íntima comunión con él y con los hermanos. Una mesa en la que caben todos, donde sólo hace falta tener el corazón y los oídos abiertos para escucharle con atención y esmero. Una mesa que nos desafía a crear otras mesas donde haya pan para todos y en donde los aspectos relacionales tan propios de los encuentros entre amigos también se logren vivir en nuestras celebraciones.
Acabamos de celebrar al Dios Uno y Trino, un Dios que se comunica, que crea comunión, que vence el aislamiento y la soledad. Ese mismo Dios, que ahora se nos muestra como un Dios que da pan en abundancia y que crea comunión, sea nuestro paradigma para vencer la soledad, el aislamiento, la incomunicación, la frialdad que a veces denota nuestra vida moderna.
Recuperemos, pues, la importancia de sentarnos en la mesa para ser más humanos y así ser más divinos.
Y también la mesa de la Eucaristía donde comeremos hasta saciarnos.
Es el lugar de la memoria, de los relatos y el diálogo fluido y sereno. En la mesa, se está bien, hay lugar para la distensión, la entrega de afectos, el corazón se ensancha y el amor se muestra y se demuestra en toda su intensidad.
La mesa reúne a los amigos, a los que se aman, a los hijos con los padres, a los hermanos, a todos aquellos que de alguna u otra forma desean interactuar y vivir un momento de solaz, apertura y cercanía.
En torno a la mesa nos sentimos familia, nos asociamos en un proyecto común, compartimos experiencias, vislumbramos el presente, y el futuro se nos presenta no como amenaza sino como oportunidad y desafío.
Alrededor de una mesa abrimos el corazón, derramamos algunas lágrimas, nos hacemos solidarios y afectivos, apagamos los conflictos, sanamos las heridas, nos sentimos acogidos, queridos y tomados en cuenta en nuestra exclusividad e individualidad.
En la mesa no existe el tiempo, la eficacia o la eficiencia, el apuro o el activismo. Se apagan los celulares, no se abre la Internet, se deja por un momento el facebook, se escucha, se dialoga, se hace familia, se comunica, superamos el aislamiento, miramos en verdad a los ojos, se abre el corazón sin miedos, nadie se siente amenazado, hay lugar para ser lo que uno es porque caen las máscaras, porque nadie tiene que aparentar lo que no es, porque en la mesa, en definitiva, cada uno es lo que es y nada más.
Jesús, gustó de ir a compartir a muchas mesas. Y a todas las mesas.
Se sentó a compartir con publicanos, fariseos, escribas, pecadores y amigos. Estuvo con Marta y María sentado a la mesa, con Leví, el publicano, con Simón el fariseo y también se sentó a la mesa con multitudes como lo demuestra la multiplicación de los panes en el texto de Lucas.
En la mesa, el Señor escuchaba, enseñaba, intimaba con sus interlocutores, les predicaba la Buena Noticia del Reino, sanaba los corazones y se hacía cercano e íntimo con todos aquellos con quienes compartía la mesa. Hacía caso omiso de los comentarios mal intencionados que oponían el que él siendo el Señor se sentara con cualquiera a la mesa para compartir su vida.
Algo así debieran ser nuestras Eucaristías.
Un lugar donde nos sintamos invitados por Jesús a su mesa para lograr una íntima comunión con él y con los hermanos. Una mesa en la que caben todos, donde sólo hace falta tener el corazón y los oídos abiertos para escucharle con atención y esmero. Una mesa que nos desafía a crear otras mesas donde haya pan para todos y en donde los aspectos relacionales tan propios de los encuentros entre amigos también se logren vivir en nuestras celebraciones.
Acabamos de celebrar al Dios Uno y Trino, un Dios que se comunica, que crea comunión, que vence el aislamiento y la soledad. Ese mismo Dios, que ahora se nos muestra como un Dios que da pan en abundancia y que crea comunión, sea nuestro paradigma para vencer la soledad, el aislamiento, la incomunicación, la frialdad que a veces denota nuestra vida moderna.
Recuperemos, pues, la importancia de sentarnos en la mesa para ser más humanos y así ser más divinos.
Y también la mesa de la Eucaristía donde comeremos hasta saciarnos.
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