Estando con las puertas
cerradas, Jesús, Resucitado, sopló sobre los Apóstoles y les regaló el Espíritu
Santo. Desde ese momento todo cambió.
Los temerosos se transformaron en hombres valientes y corajudos. Los dubitativos
se abrieron a la confianza y a la fe. Los enceguecidos por la mirada miope y
cortoplacista en la búsqueda de los primeros puestos, comenzaron a servir a la
comunidad con esmero y decisión. Los que habían abandonado al Señor, porque
creían todo fracasado, enarbolaron las banderas de la esperanza y el
compromiso. Algo había cambiado, algo
NUEVO comenzaba a nacer.
Aquellos que venían de
culturas diversas, en Pentecostés, se hicieron entender porque comenzaron a
hablar el lenguaje del amor. Había descendido fuego sobre ellos, no podían
seguir igual que antes. Habían sido
bautizados en el Espíritu. Comenzaron las gestas heroicas, la misión por
doquier, el anuncio explícito del Evangelio a todas las naciones. Nada los
podía retener, tenían sobre si una fuerza incontenible que les permitía ser
osados, creativos, valientes, perseverantes, mártires, verdaderos discípulos.
El Evangelio comenzó a expandirse
por todo el mundo hasta ese entonces conocido, una alegre noticia era
comunicada a todos los hombres. No tengo oro ni plata, pero en el nombre de
Jesús de Nazaret, llega a decir Pedro, pone de pie a un tullido que por años
mendigaba a la entrada del templo.
Es el
tiempo del Espíritu, el tiempo en que Dios comienza a soplar de una
manera distinta, el tiempo en que se abren las cárceles por milagro, las
multitudes se convierten y los paganos abrazan la fe. Algo nuevo se estaba
gestando por todas partes.
Es el
soplo de Dios que todo lo cambia, todo lo regenera y todo lo hace de nuevo.
Este mismo soplo queremos
implorar en esta hora de nuestra vida. Lo necesitamos tanto para el mundo, la
sociedad y los distintos ámbitos de la vida, como, especialmente, lo
necesitamos en el seno de nuestra Iglesia. Aletargada como la vemos, en una
crisis de credibilidad fuerte, cuestionada en lo más hondo de su identidad,
IMPLORAMOS con toda la fuerza del mundo que el ESPIRITU SANTO, el soplo de
Dios, venga hasta nosotros para que podamos comenzar algo nuevo en nuestra vida
eclesial.
Cuando el Espíritu se hace
presente, entonces la liturgia es una fiesta y un compromiso. El apostolado se
hace testimonio y servicio al más pequeño. La fraternidad y la comunión se
instalan en el corazón de las Comunidades y la diversidad y el pluralismo no
son una amenaza, sino un componente necesario para que la vida transcurra a
partir de la originalidad, el cambio, la renovación y la búsqueda incesante de
lo que el Espíritu está soplando a su Iglesia.
No siendo patrimonio el
Espíritu de ninguna Iglesia, religión, ni de nadie, caemos en la cuenta de lo
necesario que es que su presencia se haga nítida en nuestro quehacer
comunitario para así pasar de los legalismos, dogmatismos, moralismos y
misticismos alienantes, a una forma nueva de vivir el Evangelio y de proponerlo
como camino de vida al mundo y a los hombres y mujeres de todos los tiempos y
de todas las épocas.
De ahí, la urgente necesidad
que nuevamente Jesús sople sobre nosotros para que comencemos a gestar algo
nuevo, aquello que el mismo Espíritu quiere para todos nosotros.
Sopla,
de nuevo, Señor y regálanos tu Espíritu Santo.