“Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y sintió compasión,
Corrió a echarse a su cuello y lo abrazó … Traigan el ternero más gordo
Y mátenlo, comamos y alegrémonos, porque este hijo mío estaba muerto
y ha vuelto a la vida, estaba perdido
y lo he encontrado. Y se pusieron a celebrar la fiesta”
Lc. 15, 20.23
Estamos delante de unas de las parábolas más hermosas que nos dejara
Jesús como recuerdo imborrable de su manera sencilla y profunda, a la vez, de
predicar y de hablarnos de su Padre.
En el cap. 15 de Lucas, el evangelista recoge tres hermosas parábolas
(la oveja perdida, la mujer que extravía una moneda y la parábola del hijo
pródigo, así llamada más popularmente), donde nos habla de la misericordia e
infinita bondad que el Padre Dios tiene con sus hijos. Destaca, esta última,
que la hemos proclamado en la Liturgia del domingo IV de Cuaresma en todos los
templos del mundo entero.
La parábola es contada a raíz de la crítica que recibe Jesús, de parte
de los fariseos y maestros de la Ley, quienes criticaban al Maestro porque éste
se juntaba con pecadores y se sentaba a la mesa con ellos. En verdad, el mismo
texto de Lucas nos dice que “todos,
publicanos y pecadores, se acercaban a Jesús para escucharlo” (Lc. 15,1).
Este hecho, de por sí profundamente humano de Jesús, contraría a estos grupos
que se tienen por mejores y depositarios de la verdad.
En verdad, cuando Jesús se sienta a la mesa con publicanos y pecadores,
se está sentando hoy día mismo con cada uno de nosotros, y en el momento de
compartir el pan, nos está abriendo su corazón, está compartiendo su intimidad,
se está haciendo cercano a todo aquel que necesita del abrazo de Dios en su
vida. Esto no hace más que interpelar y dejar al descubierto a fariseos y
escribas, quienes en el fondo NO DESEAN ESCUCHAR A JESUS como si aquellos que
se saben enfermos y necesitados de verse sanados en su corazón .
Por esta cuestión, Jesús nos contó esta hermosa parábola.
Un hijo menor decide pedir la herencia a su padre y se marcha de la casa
a un país lejano. Pedir la herencia al padre en vida, es como declararlo
muerto. Es decirle “ya no cuento más
contigo, de ahora en adelante no te pertenezco, corto toda relación de
dependencia contigo”. Ir a un país lejano, es como desconocer todo lo aprendido,
es renegar de lo que uno ha creído … es sencillamente desdecirse y darle la
espalda para siempre al Dios revelado en Jesucristo.
Eso hizo el hijo menor … se fue de la casa con la pretendida ilusión de
ser auténticamente libre y ejercer plenamente su autonomía.
A nosotros también nos puede pasar, que yéndonos de la casa a un país
lejano, pretendamos vivir la vida plenamente dejando en el patio trasero a
Dios, desconociendo que su paternidad no pueda ser ejercida cabalmente en
nosotros.
Pero el hijo después de haber malgastado todo y pasado las peores
penurias de su vida, decide volver a la casa, quizás no tanto por amor a su
padre, pero sí con la conciencia absoluta que donde mejor se está es en la
misma casa donde uno ha vivido.
Mientras caminaba derrotado de regreso a su casa, con la convicción que
ya no era hijo y que sólo pretendía ser tratado como un jornalero más, su padre
que lo ve desde lejos, se conmueve profundamente, se abalanza sobre él, lo
abraza, lo besa y lo recibe plenamente de nuevo como su HIJO. Nunca había
perdido esa dignidad, a pesar de la huída del hogar, por eso la túnica, el
anillo, las sandalias y la fiesta.
Eso pasa en nuestra vida espiritual.
Nos vamos de casa de continuo a un país lejano, vivimos de espalda a
Dios, nos malgastamos años de nuestras
vidas y cuando decidimos regresar para ser tratados como un peón más, DIOS SALE
A NUESTRO ENCUENTRO PARA VOLVER A ABRAZARNOS
y regalarnos nuevamente nuestra condición de HIJOS.
No creemos en un Dios que castiga y oprime. NO creemos en un
cristianismo, en un catolicismo, como una colección de prohibiciones (Benedicto
XVI). No creemos en un Dios que te etiqueta para siempre y te cierra la puerta
de la casa para no entrar nunca más. Creemos en un Dios que quiere hacer fiesta
con sus hijos cuando estos son encontrados y vuelven a la vida.
Creemos en el Dios que nos revela Jesucristo, el Dios de la misericordia
y del abrazo. El Dios que te ve en tu miseria y se conmueve. El Dios que te
vuelve a colocar la túnica, el anillo y las sandalias de la dignidad de hijos
que a sus ojos NUNCA puedes perder.