“Jesús le preguntó: ¿Qué quieres que te haga?
El ciego respondió:
Maestro, que yo vea”
Mc. 10,51
Este sería un día especial para el ciego Bartimeo. Sería su gran día, su gran oportunidad. Quizás la primera, la última y la única oportunidad que este ciego sabrá aprovechar de muy buena forma.
Jesús va caminando hacia Jerusalén. En este camino se había encontrado con un hombre rico que le había preguntado por la vida eterna. Igualmente, había escuchado la petición de Santiago y Juan que pedían puestos de privilegios cuando él estuviera en su gloria. Ahora, es el turno de un ciego.
¿De quién hablamos?
Pues, de un hombre que pedía limosna tendido a la orilla del camino. Hablamos de un pobre, de un indigente, de un hombre limitado, necesitado, con evidentes carencias. Seguramente había pasado muchos años en esta condición de limosnero, de alguien marginado.
Se trata de un hombre que no puede ver: no sólo no veía objetos, físicamente hablando, era una persona que no podía ver más allá, no podía alzar la vista al cielo. De este ciego estamos hablando.
¿Qué hace el ciego?
Advertido del paso de Jesús por el camino (llama la atención como había agudizado la capacidad de saber escuchar), el ciego se pone a gritar de manera ensordecedora a Jesús: ¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí! Es el grito de la fe. El grito de un hombre que sabe que esta es SU oportunidad para comenzar algo nuevo en su vida. Si no grita ahora, no será nunca más.
Su grito no hace más que poner en evidencia su indigencia profunda, por eso pide misericordia y compasión. Y su grito no queda sin ser escuchado. Jesús que siempre escucha el grito de los pequeños no se hace el sordo y lo manda llamar.
Al momento del llamado el ciego hace tres gestos importantes: arroja el manto (un gesto de desprendimiento, es lo único que tiene); da un salto (un gesto de confianza total, inaudito ver a un ciego saltando) y va donde Jesús (haciendo un gesto de credibilidad en la palabra de Jesús).
Preguntado por Jesús sobre lo que desea de él, el ciego le dice: Maestro, que yo vea. Y el ciego, por el poder liberador de Jesús, deja atrás su ceguera y se pone en camino para seguir con el Maestro hasta Jerusalén, siendo, así, quizás, el último discípulo en ser llamado por el Señor.
El ciego que había creído, le confiaba su vida, su ser, su despojo, su abandono y marginalidad al paso liberador de Jesús. Es la actitud de nosotros que, advertidos de nuestra ceguera, hemos de pedir con insistencia que se nos abran los ojos para ver distinto y mejor.
Necesitamos que nuestros ojos se nos abran de manera total para dejar atrás todo atisbo de miopía por la que podamos estar pasando. Miopes, o sencillamente ciegos como estamos, necesitamos adquirir una mirada distinta que no sea otra que la misma mirada del Señor Jesús. Y la mirada del Evangelio.
Aprovechemos esta nuestra oportunidad, como el ciego. Puede que sea la primera, la última o quizás la única oportunidad en que podamos decir: MAESTRO, QUE VEA.