"Los discípulos, que retornaron de Emaús a Jerusalén, contaron lo que les había pasado en el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan"
Testigos de algo que se ha experimentado en primera persona. Testigos del Resucitado porque él se nos ha revelado y nos ha abierto la inteligencia para comprender la Escritura y todo lo que debía pasar en Jerusalén. Testigos, porque nos ha abierto los ojos y hemos podido comprender que la muerte no es el final del camino y que ella ha sido derrotada con su poder destructor por el mismo Resucitado que se levantó victorioso del sepulcro. Testigos, en cuanto se nos ha revelado Jesús de Nazareth en la eucaristía que frecuentemente celebramos con la Comunidad para alimentar nuestra pertenencia a ella. Somos testigos, cuando salimos a “contar” a los demás aquello que hemos vivido y que nos ha cautivado desde el fondo de nuestro corazón. Testigos porque hemos visto, tocado y creído.
Porque junto a Tomás hemos hecho el camino más largo de la fe, pero con mayor hondura y hemos podido decir con él: “¡Señor mío y Dios mío!”.
Testigos porque hemos alcanzado un grado de profundidad y calidad en nuestra fe, que bien podemos decir que con el pasar de los años hemos ido viviendo un camino pascual verdadero, con una fe más adulta, más formada y más personalizada en cuanto me hago cargo, personal y vivencialmente, de lo que vivo, de las opciones que hago, del estilo de vida que procuro llevar.
Con todo, teniendo en cuenta lo anterior, nos podemos preguntar y respondernos con la mayor sinceridad posible: ¿Es así nuestra realidad creyente hoy día? ¿De este tipo de testigos estamos hablando cuando nos referimos a la situación actual del cristiano católico? ¿En verdad nuestras Comunidades de fe tienen la lozanía, el impulso y la vitalidad que se advierte en aquellos que comienzan a vivir de la novedad del Resucitado en sus vidas?
Me temo que las respuestas no serán tan certeras y definitivas como para sostener que vivimos un tiempo de florecimiento testimonial de nuestra fe creyente católica. Algo ha sucedido como para que estemos viviendo un cierto aletargamiento en nuestras vivencias creyentes, de tal suerte que son muchos los que sencillamente han olvidado este sentido de vida y simplemente aquella experiencia (si es que la hubo) no pasa más que de ser un hecho anecdótico y episódico que se expresa rara vez.
¿Qué pasó en definitiva? ¿Qué pasó en aquel católico que hoy día simplemente hizo un viraje sustantivo en su manera de vivir lo religioso? ¿Qué pasó con esta Iglesia post Vaticano II que a 50 años de este acontecimiento ecuménico y espiritual todavía no termina por asimilarlo y ponerlo en práctica, más aún, cuando no pocos han optado por una involución en la puesta al día de la fe cristiana?
Testigos se necesitan por doquier. Testigos de “todo esto”, les dice Jesús a los apóstoles, en verdad de esos testigos estamos necesitados hoy día para la Iglesia y para el mundo.
Un testimonio de una vida nueva. Testigos que no se mimeticen con la realidad del mundo, sino que vayan contra corriente. Testigos que sientan arder su corazón, convencidos, comprometidos. Testigos a la manera de los primeros cristianos, más apegados al evangelio que a las doctrinas y los legalismos.
Cristianos que podamos beber de la pureza del evangelio, como lo hicieron en aquellos tiempos cuando, a decir de los Hechos de los Apóstoles, “tenían un solo corazón y una sola alma”.