El soplo del Señor, que fue capaz de romper esas herméticas puertas, cerradas por miedo, también ha de abrir todos los cerrojos y las puertas de nuestras vidas para que ese soplo divino se haga realidad en la cotidianidad de nuestra existencia.
El soplo del Resucitado, su Espíritu, condujo a los Apóstoles a constituirse en una verdadera comunidad de discípulos y testigos, de tal suerte que con su fuerza y dinamismo, lograron que el evangelio encontrara muchos corazones que se abrían a su novedad y se comprometieran en esta nueva forma de vida inspirada en Jesús de Nazaret.
Haciendo una analogía con el texto bíblico, pareciera que hoy también estamos con nuestras puertas cerradas. Herméticas y con cerrojo. El miedo nos inunda y nos persuade. Nos condiciona y nos oprime. Nos abstrae de la realidad y nos impulsa a escondernos de la avalancha que se nos viene encima.
Se han cerrado las puertas de nuestros corazones y de nuestras conciencias para vivir la misericordia y la empatía con el que sufre y fracasó en su vida. Se han cerrado las estructuras eclesiales cuando trastocamos los valores y ponemos el sábado por encima del hombre.
Estando cerradas estas puertas (tú puedes enumerar muchas otras que están cerradas), es evidente que el Espíritu no puede soplar. De ahí la necesidad de abrirlas de par en par, aún ante el temor de que su soplo sea tan potente que nos desestabilice y nos cuestione nuestra religiosidad y las apuestas de vida que hacemos a cada instante.
Sopla, Señor, sopla. Abre estas puertas cerradas y oxigena nuestra casa con ese viento suave y purificador que es tu Espíritu Santo. Así nuestra casa-aldea (nuestro mundo) adquirirá un nuevo colorido como la que tú construiste en Nazaret.
Sopla, Señor tu Espíritu para que estas puertas cerradas (todas las puertas) reciban este ímpetu de vida nueva que se genera con la irrupción de este fuego abrazador.
Lo necesitamos, qué duda cabe.